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Cantalamessa: La esperanza obra milagros cotidianos

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Comunicado de www.vaticannews.va —

El Predicador de la Casa Pontificia pronunció el cuarto sermón de Cuaresma en presencia del Papa y de la Curia Romana: tener esperanza es como tener un ancla y una vela en la navegación de la vida, la primera ‘da seguridad a la barca y la mantiene firme en las olas del mar’, la segunda ‘es la que la hace moverse y avanzar’.

El Observatorio Romano

«Los milagros cotidianos de la esperanza» ha sido el tema de la cuarta prédica de Cuaresma, pronunciada por el cardenal Raniero Cantalamessa en la mañana de este viernes 15 de marzo, en el Aula Pablo VI, en presencia del Papa Francisco.

Continuando el ciclo de reflexiones sobre el solemne «Yo soy» de Cristo en el Evangelio de Juan, el predicador de la Casa Pontificia se detuvo en el capítulo 11, todo él ocupado por el episodio de la resurrección de Lázaro. El resultado fue un panegírico de la esperanza cristiana como «gran taumaturgo, obrador de milagros», capaz de poner en pie «a miles de lisiados y paralíticos espirituales, miles de veces», dijo, refiriéndose al episodio -narrado en los Hechos de los Apóstoles- de la curación del tullido que pedía limosna ante la Puerta Hermosa del templo de Jerusalén.

«Lo extraordinario de la esperanza es que su presencia lo cambia todo, incluso cuando exteriormente nada cambia», comentó el cardenal capuchino, recordando cómo se describe a través de las imágenes -vinculadas al mundo de la navegación- del ancla o la vela. Si la primera «es la que da seguridad a la embarcación y la mantiene firme en las olas del mar», la segunda «es la que la hace moverse y avanzar». «Y en los dos sentidos actúa tanto respecto a la barca que es la Iglesia como respecto a la pequeña barca de nuestra vida: recoge el viento y lo transforma silenciosamente en fuerza motriz o en manos de un buen marinero, es capaz de aprovechar cualquier viento, sople de la dirección que sople, para moverse en la dirección deseada», dijo.

De hecho, prosiguió el predicador, «ante todo, la esperanza viene en nuestra ayuda en nuestro camino personal de santificación», convirtiéndose «en quien la ejercita, en principio de progreso espiritual». Está siempre alerta para descubrir nuevas «oportunidades de bien» realizables. Por eso, sugirió que no permite descansar en la tibieza y la pereza. Además, «no es una disposición interior bella y poética que hace soñar y construir mundos imaginarios. Al contrario, es muy concreta y práctica. Se pasa el tiempo poniéndole siempre tareas por delante». Es más, «siempre descubre algo que se puede hacer para mejorar la situación: trabajar más, ser más obediente, más humilde, más mortificado». Y cuando parece que no hay «nada más que hacer, la esperanza todavía nos señala una tarea: resistir hasta el final y no perder la paciencia», recomienda Cantalamessa, citando al filósofo Kierkegaard.

Además, prosiguió el predicador, «la esperanza tiene una relación privilegiada, en el Nuevo Testamento, con la paciencia. Es lo contrario de la impaciencia, de la prisa, del ‘todo y ahora’. Es el antídoto contra el desánimo. Mantiene vivo el deseo. Es también un gran pedagogo, que no te indica todo a la vez, sino que te pone ante una posibilidad cada vez. Sólo da «el pan de cada día». Distribuye el esfuerzo y permite así que se realice». Por eso, señaló el cardenal, «la esperanza necesita la tribulación como la llama necesita el viento para fortalecerse. Las razones terrenas de la esperanza deben morir, una tras otra, para que pueda surgir la verdadera razón inconmovible, que es Dios». Un poco como lo que ocurre «en la botadura de un barco. Hay que quitar los andamios y retirar uno a uno los diversos puntales, para que pueda flotar y avanzar libremente sobre las aguas».

De hecho, concluye el religioso capuchino, «la tribulación nos quita todo » «apretón» y nos lleva a esperar sólo en Dios», conduciéndonos «a ese estado de perfección que consiste en seguir esperando confiados» en Él, «incluso cuando ha desaparecido toda razón humana para esperar». Como le ocurrió a María bajo la cruz, a la que por ello se invoca en «la piedad cristiana con el título de madre de la esperanzaMadre de la Esperanza».

Inspirador de tales reflexiones sobre la «fuerza transformadora de la esperanza» fue, como se ha dicho, el episodio de la resurrección de Lázaro, que -explicó Cantalamessa- tiene como consecuencia la condena a muerte de Jesús; mientras que éste, a su vez, «provoca la resurrección de todo aquel que cree en Él». He aquí, pues, el auténtico significado de la resurrección de Cristo, distinta de la de Lázaro o del hijo de la viuda de Naín, «que resucitaron para morir otra vez», como enseña san Agustín; ni tampoco se trata de una resurrección «espiritual» y existencial, según posturas teológicas hoy superadas, como la de Bultmann. Por el contrario, observa Cantalamessa, «Juan dedica dos capítulos enteros de su Evangelio a la resurrección real y corporal de Jesús, proporcionando una información detallada sobre ella. Para él, por tanto, no es sólo ‘la causa de Jesús’, es decir, su mensaje, lo que ha resucitado de entre los muertos, ¡sino su persona! La resurrección actual no sustituye a la resurrección final del cuerpo, sino que es su garantía. No anula ni hace inútil la resurrección de Cristo de la tumba, sino que se apoya en ella». Hasta el punto de que Jesús mismo «había indicado su resurrección como el signo por excelencia de la autenticidad de su misión».

En consecuencia, el predicador » desarticula» el «prejuicio presente en los no creyentes contra la fe, que no es otro que el que reprochan a los creyentes. De hecho, les reprochan que no pueden ser objetivos, ya que la fe les impone, de entrada, la conclusión a la que deben llegar, sin darse cuenta de que lo mismo ocurre» entre ellos. «Si se parte del supuesto de que Dios no existe, de que lo sobrenatural no existe y de que los milagros no son posibles, la conclusión también viene dada de entrada, por tanto, literalmente, un pre-juicio». Y «la resurrección de Cristo constituye el caso más ejemplar de ello», dado que «ningún acontecimiento de la Antigüedad está avalado por tantos testimonios de primera mano como éste», algunos de los cuales se remontan a «personalidades del calibre intelectual de Saulo de Tarso, que antes se habían opuesto a tal creencia». De hecho, el Apóstol «proporciona una lista detallada de testigos, algunos de los cuales aún viven, que podrían, por tanto, haberle contradicho fácilmente».

En definitiva, «la resurrección es el renacimiento de la esperanza», una palabra que está «extrañamente ausente de la predicación de Jesús». Los Evangelios recogen muchas de sus palabras sobre la fe y la caridad, pero ninguna sobre la esperanza», aclaró el cardenal, «a pesar de que toda su predicación proclama que existe la resurrección de entre los muertos y la vida eterna». Por el contrario, después de la Pascua, vemos estallar literalmente la idea y el sentimiento de esperanza en la predicación de los Apóstoles. Se habla de Dios mismo como «el Dios de la esperanza». La explicación de la ausencia de dichos sobre la esperanza en el Evangelio es sencilla: Cristo tuvo primero que morir y resucitar. Al resucitar, abrió la fuente de la esperanza; inauguró el objeto mismo de la esperanza, que es una vida con Dios más allá de la muerte», concluyó.

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